Durante los años más tiernos de mi educación obligatoria, desarrollé un cliché del investigador que consistía en un cruce entre Sherlock Holmes y un científico afanado en sus experimentos. En el colegio, no cuestioné este idea porque, si bien nos ensenñaron a buscar información y a hacer encuestas, apenas recuerdo oportunidades en las que ganaran protagonismo nuestras propias ideas y desarrolláramos experiencias para probarlas y contrastarlas con las que estudiábamos. Más tarde, en un bachillerato de letras y una carrera de traducción no encontré muchas oportunidades para discernir mejor la investigación.
Quizá sus experiencias fueron distintas y de manera temprana agarraron una idea del investigador más precisa que la mía. En mi caso, permanecí a oscuras hasta que realizando una maestría sobre educación bilíngüe, me ayudaron a comprender que se podía investigar sin ser científico. Me dieron la oportunidad de hacer un proyecto de investigación sobre una cuestión que me concernía y estaba viviendo en mis carnes como docente andaluza en Nueva York: Si yo hablara la misma variedad del español que mis alumnos mejicanos, dominicanos y puertorriqueños, ?como afectaría a su aprendizaje?
De ahí y con el consejo de mis compañeros y profesoras, me sumergí en lecturas relacionadas, a veces, cogiendo ideas nuevas o dándome a conocer trabajos previos que apuntaban en mi misma dirección. Mi cometido iba ganando relevancia conforme descubría que otras personas habían ahondado en fenómenos parecidos. Había pasado medio año y aún después de mucho leer, resumir y hablar de la problemática, no conseguía esgrimir exactamente a qué le quería dar respuesta y cómo lo iba a hacer. Era un quebradero de cabeza que me tenía enganchada.
Y es que todavía no había presentado mi investigación a sus protagonistas: los estudiantes. Compuse un video con maestros representando diferentes variedades del español mientras interpretaban una misma historia gráfica en voz alta. Preparé encuestas y preguntas abiertas. Seleccioné a un grupo diverso en su variedad y dominio del español y, finalmente, nos reunimos en tres sesiones para elucidar sus respuestas al material con y sin mi presencia. Sorprendente fue concluir que las diferencias dialectales no parecen afectar a los alumnos tanto como, por ejemplo, los estilos de enseñar o las cualidades expresivas de la voz del maestro.
Al final, lo más gratificante no fue corroborar o no mis ideas, sino haber hecho el viaje, experimentar el cambio de perspectiva en una misma. Superé algunas preguntas y aún me quedan muchas por responder.
Quizá sus experiencias fueron distintas y de manera temprana agarraron una idea del investigador más precisa que la mía. En mi caso, permanecí a oscuras hasta que realizando una maestría sobre educación bilíngüe, me ayudaron a comprender que se podía investigar sin ser científico. Me dieron la oportunidad de hacer un proyecto de investigación sobre una cuestión que me concernía y estaba viviendo en mis carnes como docente andaluza en Nueva York: Si yo hablara la misma variedad del español que mis alumnos mejicanos, dominicanos y puertorriqueños, ?como afectaría a su aprendizaje?
De ahí y con el consejo de mis compañeros y profesoras, me sumergí en lecturas relacionadas, a veces, cogiendo ideas nuevas o dándome a conocer trabajos previos que apuntaban en mi misma dirección. Mi cometido iba ganando relevancia conforme descubría que otras personas habían ahondado en fenómenos parecidos. Había pasado medio año y aún después de mucho leer, resumir y hablar de la problemática, no conseguía esgrimir exactamente a qué le quería dar respuesta y cómo lo iba a hacer. Era un quebradero de cabeza que me tenía enganchada.
Y es que todavía no había presentado mi investigación a sus protagonistas: los estudiantes. Compuse un video con maestros representando diferentes variedades del español mientras interpretaban una misma historia gráfica en voz alta. Preparé encuestas y preguntas abiertas. Seleccioné a un grupo diverso en su variedad y dominio del español y, finalmente, nos reunimos en tres sesiones para elucidar sus respuestas al material con y sin mi presencia. Sorprendente fue concluir que las diferencias dialectales no parecen afectar a los alumnos tanto como, por ejemplo, los estilos de enseñar o las cualidades expresivas de la voz del maestro.
Al final, lo más gratificante no fue corroborar o no mis ideas, sino haber hecho el viaje, experimentar el cambio de perspectiva en una misma. Superé algunas preguntas y aún me quedan muchas por responder.